Pocos personajes en la historia de la humanidad han suscitado tantos odios y simpatías como el emperador romano Juliano (331-363), conocido universalmente como Juliano el Apóstata. A estas alturas parece increíble que todavía ningún director de cine moderno haya acometido la tarea de llevar su figura al celuloide, ya que si nuestro tiempo se caracteriza por algo es por intentar execrar al cristianismo de cualquier manera posible, objetivo para el que este personaje se prestaría de manera idónea.
Pues así como él fue execrado por los cristianos de su tiempo y los de sucesivas generaciones, que le adjudicaron el denigrante epíteto al que su nombre va indisolublemente asociado, del mismo modo es muy factible que pronto lo veamos convertido en la pantalla en paradigma del héroe que luchó por una causa perdida, en contra de la poderosa corriente dominante.
Y es que en Juliano es posible ver al eterno rebelde que pelea contra el poder, al romántico individualista luchando contra el establishment, al guerrillero que se lanza en pos de la justicia y en contra del abuso y la opresión. Una especie de Don Quijote de cualquier tiempo, con la simpatía que despierta, además, el perdedor que se enfrenta a los poderosos. Para todo esto, y mucho más, da de sí la figura del emperador, las circunstancias que le tocó vivir y su temprana, inesperada y controvertida muerte.
No sé a qué esperan, por tanto, para llevar su vida al cine, porque con un mínimo guión y un poco de imaginación el éxito de taquilla estará asegurado, matándose, también, dos pájaros de un tiro: la exaltación de lo que Juliano defendió (el paganismo) y la detracción de lo que combatió (el cristianismo). Es decir, todo lo que se puede pedir en el día de hoy.
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